¿Cómo te explico NORUEGA?





Con Agus, quien fué mi gran compañera en la mayor parte de este viaje, llegamos a Oslo un jueves a eso de las 6 de la mañana. Era mi segunda “Work & Holiday”, después de haber estado el año anterior en Dinamarca. Y realmente mis expectativas eran pocas. Copenhague había quedado marcada a fuego en mí, y no le tenia mucha fe a Noruega: Me la imaginaba mucho mas fría, con una cultura más aburrida y una vida mucho más tranquila. Y mi momento no era el mejor: Esta vez, mi mochila además de abrazos y el cariño de mi gente, tenía un par de blíster de ansiolíticos y antidepresivos que habían sabido ser el catering oficial de un momento lleno de incertidumbre, acompañado por ansiedad, bajones, dudas y, por, sobre todo, miedo. Y si bien ya eran parte del pasado, estaban ahí, eran esa cajita de “En caso de emergencia, rompa el vidrio”.

En Ezeiza, rumbo a una nuevo aventura.

El viaje había sido largo. Para abaratar costos, hicimos una ruta rarísima y hasta excéntrica, que consistió en volar de Buenos Aires a San Pablo con un pasaje comprado con millas, de ahí a Casablanca, donde hicimos una pequeña tramoya para tener una escala de 24 horas y poder conocer algo de la ciudad más industrial de Marruecos, para luego volar a Copenhague y, después de algunos días con los grandes amigos que me dejó esa icónica ciudad, tomar un bus nocturno que nos llevó hasta Oslo. Ya acercándonos a la ciudad, miraba por la ventana y me parecía un lugar triste, casi lúgubre. Me dió la sensación como de no tener mucha vida, de no tener alma. Estaba nubladísimo, y aunque el verano tocaba la puerta, el día estaba gris tirando gris oscuro. Todo cerrado en la estación. Agus se meaba, y para usar el baño había que pagar. Ninguno de las dos tenía Coronas noruegas y no había donde cambiar dinero. Casi milagrosamente logramos sacar algo de un cajero, sin ni siquiera saber cual era la conversión. Teníamos que esperar un par de horas hasta poder tomar aquel 37 que nos iba a llevar al departamento que habíamos alquilado por Airbnb. Salí de la estación para calmar la ansiedad, y hacía un frío bárbaro. Creo que, en ese momento, si hubiera podido, hubiera elegido tele-transportarme a cualquier otro lugar del planeta, menos en el que estaba.

Llegando a la Mezquita Hassan II de Casablanca, la más alta y séptima más grande del mundo.

Luego de acomodarnos en nuestra primera casita, conocimos un poco los alrededores, fuimos al super e hicimos todas esas cosas que uno hace cuando llega a un lugar en el que va a estar viviendo al menos por un tiempo. Simultáneamente con todos los trámites que teníamos que hacer, empezamos a buscar trabajo. Agus tuvo mejor suerte, pero en mi caso, no podía encontrar nada. Bueno, no habían pasado tantos días, es verdad, pero Noruega es demasiado caro cuando venís de afuera, y yo había enviado mi cv por mail a muchos lugares como también entregado algunos en mano y no tenía ningún tipo de respuesta. El conocido “Metralleta style”, donde tirás cv para todos lados, no estaba funcionando. Mis números estaban en rojo y la ansiedad por encontrar algo era grande. Hasta que un día, me iluminé y me acordé de que, en Copenhague, mi querida amiga Sofi había conseguido un trabajo en el aeropuerto. Siempre amé los aeropuertos, no sé por qué, o tal vez sí, y es porque representa para mí el puerto de salida para viajar y cumplir mis sueños. Así que me colé en el tren y me mandé para allá, con un par de CV en la mano como para intentar justificarme en caso de que algún chancho se percatara de mi argentineada. Y una vez allí, al segundo tiro, dí en el blanco nomás. Luego de una entrevista improvisada, en la que le dije “Sí” a todo, conseguí el trabajo más raro que jamás tuve en mi vida: Tenia que atender el “Food truck” de un restaurante en el patio del aeropuerto, “Los días de sol”. Sí, esa era la única variable de la que dependería mi trabajo. Empecé al día siguiente, y en un comienzo la cosa parecía ir bien, había trabajado tres o cuatro días, pero luego me encontré con que todos los días estaba nublado, y cuando no lo estaba, mi jefe decía que tenían que hacer más de 18° para que me necesitasen. O sea… ¡Estamos en Noruega! Sentía que me estaba cargando. Me levantaba todos los días mirando el pronóstico, y con el paso de los días empecé a sentir que estaba otra vez como al comienzo.

Mi primer lugar de trabajo, en el aeropuerto principal de la ciudad.

Pero lejos de quedarme de brazos cruzados, otra vez empecé a buscar trabajo, y a los pocos días conseguí una prueba para trabajar en la barra de un boliche. Me fué bien, y me pidieron que regresara al día siguiente. ¡Y quedé nomás! Pero, tal vez un poco celoso de la noche, Febo asoma. Y como quien no quiere la cosa, pasé de no tener trabajo, a tener dos. El clima, casi sin darme cuenta, se volvió genial, y en el boliche no daban abasto con la gente que tenían. De la nada, empezaron a pedirme en ambos lados que fuera a trabajar más y más. Tenía deudas que pagar, y sabía que los dos trabajos eran muy inestables y de un día para el otro podían llegar a decirme que ya no me necesitaban, que era descartable, así que no dudé en no especular con dejar uno de ellos. Y llegó un momento donde ya se me había convertido en una locura, sin tiempo para descansar, con jornadas que podían llegar a ser de 17 o 18 horas de trabajo, y días en los que trabaja toda la noche en un lugar y me iba al otro a la mañana sin dormir ni un solo minuto.

Mi segundo trabajo, en la barra de un boliche.

Pero en la adversidad, empecé a encontrarle el saborsito. Tomarme el tren a la mañana para ir al aeropuerto tomándome un café con un “Croissant” (Esa medialuna gigante que podría equivaler tranquilamente a las dos o tres medialunas que acompañan nuestro inoxidable café con leche), era un placer. Esos 21 minutos que tenia de viaje daban justo para mirarme una charla TED en Youtube. Empezaba a conocer gente, a jugar un poquito con las palabras en noruego. Observaba los movimientos del aeropuerto. Me divertía con mis compañeros volviéndose locos por famosos que para mí eran iguales a cualquier otro cristiano. En el boliche siempre había buenas historias y lindos personajes.  Y Agus cada tanto pasaba a visitarme y a tomarse algo, para hacer un poco más cercano entre nosotros unos fines de semana en los que parecía que vivíamos en planetas distintos.

La estación central de Oslo, el lugar al que iba a tomarme el tren todas las mañanas previa adquisición de un café con leche y un croissant.

El solcito brillaba cada día. Y cuando había una pequeña pausa, salir a correr por una ciudad llena de parques o ir a tomarme una cervecita a algún pub, eran mis debilidades. Renunciar a entrenar estaba prohibido. Y después de tanto trabajar, nadie me podía negar una buena cerveza fría. Conocimos a la pequeña banda de argentinos valientes que estaban también allí, y de a poco nos transformamos en una pequeña familia. Estaban los que se cocinaban unas empanadas, los que sabían hacer algo de música, o los que siempre tenían la data de algo para hacer. Mi mayor aporte era un mazo de cartas de UNO que había comprado por unas monedas en Bolivia, y eran la tanda de penales que venía después de la cena y que definían quien lavaba los platos o se hacia la próxima comida comunitaria. El boliche donde trabajaba se había convertido en una especie de embajada, y aunque no tenía mucho tiempo me alegraba, aunque sea, poder compartir esos ratos, regalando o haciendo un poco más barata la cerveza en un país donde apuesto a que tiene el precio más alto del mundo. Muy despacio, casi pidiendo permiso, Noruega se estaba empezando a meter en mi corazón.

¿Hoy quién lava los platos?

Hasta que llegó nuestro primer viajecito por Noruega. Ambos conseguimos unos días libres en nuestros trabajos, yo haciendo malabares entre los dos que tenía. Compramos una carpa en oferta en la que entrabamos los dos solo si le hacíamos honor a las ciencias matemáticas, nos llevamos una bolsa de dormir para compartir que no me acuerdo de donde salió, y cargando la mochila con lo que pensábamos que podíamos llegar a necesitar, nos fuimos a Odda para subir al Trolltunga, aquella piedra mítica que sobresale de los fiordos y tiene bien en claro que puede dejarte la mejor foto de tu vida. Fueron 11km de subida y 11km de bajada absolutamente increíbles. La hermosura del paisaje deslumbró a alguien que es más amigo de las ciudades. Los fiordos eran algo impresionante, mucho más de lo que me imaginaba. Y ver esa peregrinación de mochileros de todo el mundo que iban a hacer esa caminata me hacia sentir en las nubes. El Trolltunga marcaba un antes y un después. Las pastillas, los temores y los momentos duros del comienzo habían quedado atrás. Y Noruega ya estaba bien adentro de mi corazón.

11 Km durísimos, ¡Pero el Trolltunga vale eso y mucho más!

Se iba el verano, y con el se iba nuestra primera etapa también. Agus terminó su contrato de trabajo que era solo por el verano, lo mismo ocurrió con uno de mis dos trabajos, y casi de casualidad, encontramos la oportunidad, o la oportunidad nos encontró a nosotros, quien lo sabe, de trabajar en un centro de esquí. Nosotros, que casi no conocíamos la nieve, ¿En un centro de esquí? ¿Y por qué no? Cuanto más lejana a uno es la experiencia que hay enfrente, la misma proporción tiene el aprendizaje que esta ofrece. Se venía un nuevo desafío, pero la vida nos regalaba un mes pulmón en el medio que lo aprovechamos para desquitarnos con un poquito de playa y visitar Croacia, seguido por una pequeña gira por los anhelados Balcanes, uno de esos viajes que estaban en mi lista desde siempre, y en el que tuve la suerte de poder conocer uno de mis lugares favoritos de este mundo y que dió origen a este blog: Bosnia y Herzegovina, y su dolorosa historia de guerra en los 90´, para luego encontrarnos con unos amigos en Rumania. Volvimos a Oslo, recogimos nuestras cosas, y nos tomamos el tren que nos llevaría hasta Voss, la estación de tren más cercana de lo que sería nuestro lugar los próximos meses. El viaje en tren Oslo - Voss, está catalogado como uno de los más lindos del mundo, pero ya estaba cerquita el invierno y era totalmente de noche. Nos tocó un tren viejo, de esos que parecen que van a seguir en carrera hasta que se rompan y ya no sea posible repararlos, juro no me imaginaba que pudiera haber trenes así en Noruega. Casi no pude dormir por el frío que sentía adentro, por más que me tapara con el camperón que llevaba conmigo, y llegamos a Voss a eso de las cinco de la mañana. Bajé del tren y me encontré con una estación deshabitada, totalmente oscura y con un frío impresionante. Nos metimos en un hotel a esperar a que nos pasara a buscar nuestro futuro jefe, una hora y media más tarde, para llevarnos hasta el centro de esquí.

En Mostar, Bosnia y Herzegovina.

Llegamos allí, y mi primera impresión, otra vez, no era buena. El clima era de un otoñal extremo. Hacía mucho frío, pero todavía no había nieve. Y como aún no había comenzado la temporada, en el hotel y sus alrededores no había prácticamente nadie: Ni empleados ni huéspedes. Silencio, frío y la nada misma. Capacitaciones, recorridos por todo el hotel, pruebas de uniformes y todas esas cosas que rompen las pelotas cuando arrancas un trabajo nuevo. Un poco de stress y otro poco de un déjà vu que me trasladaba a aquel día en que llegamos a Oslo. Parece increíble como a pesar de que se repitan secuencias una y otra vez, la mente muchas veces se empecina en hacernos creer que todo irá mal sin justificativo alguno. Pero de a poco empezó a asomar la nieve en los picos. Caían algunos grupos de huéspedes para reuniones de fin de año. Conocíamos a los demás empleados que también iban llegando, y ya teníamos vecinos. Metimos nuestros primeros días de trabajo. Y un día me desperté y, finalmente, ¡Estaba cayendo nieve! La alegría invadió mi corazón. Era hermoso, era increíble. La desperté a Agus para compartir ese momento. Y a partir de ahí, la historia fue otra. La belleza de las montañas nevadas, de caminar por la nieve, de ver como se iban tapando los autos poco a poco, no dejaba de asombrarme nunca. Mis compañeros se reían de cómo me deslumbraba por todo ese manto blanco, y rememorando un viejo audio de los Midachi llamado “Un argentino en Toronto”, no podían parar de reírse y de jurarme que solo era cuestión de tiempo hasta que ya estuviera “Hasta los cojones” de la nieve y empezar a odiarla. No les creí jamás, y lo bien que hice.

¡Juro que todavía iba a venir muchísima más nieve!
Y llego el día de la inauguración de las pistas de esquí. Antes de lo previsto, porque la nieve también llego antes de tiempo. Tuvimos que esperar un mes desde que empezamos a trabajar para poder probar eso de esquiar, porque si no, no te cubre el seguro de desempleo (Algo así como una ART), y el esquí para los que no lo practicaron antes, tiene algo más que un poco de riesgo. Hasta que se hizo aquel glorioso día, y con un par de compañeros que ya sabían esquiar, nos fuimos para la montaña.  Me sentía un bebe aprendiendo a caminar. Me paraba y me caía. Me explicaban como había que hacer, y no había caso. Hacia un par de metros, y otra vez al piso. Y los palos eran duros. Pasaban los días y no le agarraba la mano. Hasta que, luego de una caída muy fuerte, realmente pensé que tal vez el esquí no estaba hecho para mí. A quedarse con el fútbol y salir a correr. ¿Qué? ¿Rendirse? ¿No intentarlo? ¡Las pelotas! Me recuperé del golpe que me había dado en el hombro, agarré los esquíes y salí otra vez. Me iba a la pista de niños, la que usan para aprender. Chicos de 3 o 4 años me pasaban esquiando por al lado como si fueran autos de F1. Mis compañeros me cargaban. Pero yo no estaba dispuesto a estar todo un invierno allí sin hacer algo que parecía ser hermoso. Con vergüenza y orgullo, practiqué tanto como fuera necesario para volver a agarrar confianza, y volví a subir a la montaña. Primero la pista azul, luego la roja, después el “Fuera de pista”. Y ya no pude parar. El esquí se me convirtió en un estilo de vida. Era mirar el pronóstico para saber si al día siguiente iba a estar lindo para ir a esquiar. Era levantarse y mirar por la ventana si estaba para mandarse a las pistas. Decirse a uno mismo "Yo este día no me lo pierdo ni en pedo", cuando había nieve en polvo y también había sol. Arrancar bien temprano, para agarrar a las pistas impecables. Encontrarse con amigos en la montaña. Noruegos parándote y dándote algunos consejos para esquiar mejor. Enseñarle a los demás. Bajar de la montaña y tomarse un chocolate caliente. Lejos estuve eso de cansarme de la nieve. Tan lejos, que cuando la nieve empezó a derretirse, quería todavía más. Y el día que cerraron las pistas fue como cuando termina el campeonato y tenés que esperar 3 meses y pico para volver a ver a tu equipo.

¿Y a mí quién me para?

Recibí una oportunidad de poder quedarme trabajando también allí durante el verano. Y este trajo sus cosas buenas y sus cosas malas. Para arriba, un verano increíble. Para abajo, ver como algunos compañeros se alejaban y la ruptura con mi novia. Bien rápido se fué la nieve y todo se tiñó de verde. Ovejas y vacas bajando de la montaña. Después de mucho tiempo, volvía a ver insectos. Abejas, arañas y por sobre todo, unas babosas gigantes. Arándanos y hongos creciendo por todos lados. Alemanes, holandeses, belgas, y gente de todos los países, en su mayoría europeos y asiáticos, recorriendo los fiordos en “Caravans”. Mucho, mucho sol (¡Algunos dicen que fue el mejor verano de los últimos 20, 30 y hasta 150 años!, según diferentes versiones.) Luz natural casi todo el día. Pero, por, sobre todo, una belleza natural inmensa, de una magnitud imposible de describir. Esta vez no tenía mucho trabajo, pero si tiempo, y disfruté y entendí el valor que tiene el sol después de un invierno en aquellos pagos. Ojo, no es tan terrible eso que llaman “Falta de luz”, al menos en el sur del país. Pero si lo entendés cuando otra vez está el solcito ahí, y es como si te llenara la barra de energía.

En Flåm, uno de los lugares mas hermosos para visitar los fiordos en el verano.

Pero nada es para siempre, y de a poco, días cada vez más cortos, menos turistas, la época de lluvias. Un verano que por momentos parecía ser eterno, lentamente se empezaba a despedir, y comenzaba a sentir esa sensación que sentís cuando lo que estás haciendo y tanto te gusta, se está por terminar. Qué controversia, ¿no? Estas haciendo algo que amás, pero al mismo tiempo estás obligado a abandonarlo. Sentí algo muy parecido a mi último año de escuela secundaria. Y un día, finalmente, todo se termina. Es difícil de explicar esa sensación post-Working Holiday, donde tan solo de un día para el otro, te quedas sin un montón de cosas que formaban parte de tu mundo: Tu trabajo, tu casa, el lugar donde vivís que se hace un poquito tuyo, tu permiso de residencia, tus ingresos y lo que se transformó en tu familia. Tal vez podría resumirse en estabilidad, esa palabra que para los que llevan esta hermosa vida de viajeros, parece estar siempre en la vereda de enfrente. Si fuera mermando de a poco, bueno, tal vez seria más fácil. Pero no. Llegó ese día y se te fué todo junto. Pero todo vale la pena si te hace reír.

Después de un verano hermoso, la infaltable época de lluvias. Un manto espesísimo de nubes como postal constante.

Aunque tal vez, si quisiera explicarte Noruega, debería empezar por esos amigos y esas historias que encontré por ahí. Está el Changuito, mi gran amigo, que pasó de casi pisar el altar en su pequeño San Jorge de la provincia de Santa Fé, a irse a Oslo, donde sin conocernos, nos esperó un día en la plaza de la estación central para mostrarnos la ciudad y explicarnos todos los trucos, terminando en Tana, bien al norte, cumpliendo su sueño de vivir arriba del círculo polar ártico. También está el Edu, que se fué a Noruega dejando atrás su Alejandro Korn, de la provincia de Buenos Aires, para poder encontrar un trabajo en Oslo y luego poder traerse a su familia en busca de un futuro mejor. Se cortó las rastas para que no lo pararan en el aeropuerto por “Portación de cara”, se las llevó en una bolsa para luego atarlas con alambre, y quedaron en off-side luego de que le revisaran el equipaje. Una úlcera lo mando devuelta a casa, pero el aliento de la banda que estaba en Oslo lo trajo de vuelta, y hoy cumplió su objetivo de traerse a la familia, viviendo todos juntos en Karasjok, también bien allá en el norte. Están las historias del Fer y Pablito, que aprovecharon la posibilidad de la visa para ir atrás de sus novias noruegas que casualmente ambos habían conocido en Argentina, y se casaron y ahora son un “poquito” más vikingos. Sebas y Caro, que se vinieron desde Chascomús y terminaron trabajando en el paraíso de las auroras boreales. El Nico, que pareció nunca haber sido un ingeniero en su siempre bella Mendoza, para sumergirse en el intrépido mundo de las cocinas. El Richard, que luego de un breve paso por el fútbol francés y de trabajar en París, no quiso perderse este sueño. Nicole, Rodri, Leila, Mati, Agustín, Billy, Emir, Franco, Nahuel, Germán, Lucho, Lupe. Joel y José que llenan de alegría Oslo con su música. Los amigos que conocí en Bergen. Cada uno con algo que los impulsó y los trajo hasta acá. No podría cansarme jamás de escuchar cada una de esas historias. Todas están llenas de vida, todas están llenas de magia.

¡La banda copando el tranvía de Oslo!

O tal vez, para explicarte Noruega, debería hablar de lo que aprendés. Porque de todas las cosas que te podés llevar, creo que es lo que tiene una mayor magnitud, es lo más relevante. Y no por ser más que otras cosas o tener más valor que otros aspectos, sino porque, quieras o no, todo el tiempo estás aprendiendo. A base de cachetazos, claro. Y situaciones y experiencias que no se las cuentan a los demás ni el Facebook ni el Instagram. Un día me tocó agarrar una bandeja con un par de vasos encima. Y después fueron más, hasta que la bandeja estaba llena. Y llega el día que te agrandás y llevás todo lo que te pidan. Pero antes de eso, transpirás. Como también transpirás cuando te piden que descorches un vino y tenés que estar 4 horas para abrir una botella delante de una mesa entera, llena de desconocidos. Hasta que te convertís en un sommelier sin corona que puede decir sin duvitar “El mejor vino es este”, aunque tal vez no lo probaste en tu puta vida. Pero tenés toda la confianza, y te permite ir para adelante como el ganador que sos. Y aprendés a entender a tus compañeros. Va, entenderlos, no vas a entenderlos nunca. Entonces, mejor dicho, aprendés que hay que aceptar. Aceptar que las cosas no son iguales que en tu país. Entonces ya no sos el mismo, tu capacidad de aceptación sin cuestionamiento es mucho mayor. Y aprendés que no es lo mismo que haya sol o que no haya. Porque no es tan terrible el invierno con ese sol que sale con miedo y se vuelve a esconder rápido. Pero si te das cuenta de que distinto te sentís cuando el solcito te vuelve a alumbrar. Como también te sentís distinto cuando llega ese abrazo de un amigo, esos mates que giran, ese fernet bendito con hielo que no sabe de días de la semana ni evento alguno. Y aprendés que estas acá y no allá. Pasan los cumples y duelen. Llegan las fiestas y el abrazo de tu familia no lo vas a tener. Llega el finde y mientras tus amigos salen, a vos te toca laburar. No podés tenerlo todo. No, no hay forma. Pero entonces aprendés a hacerte fuerte, a valorar lo que tenés, a estar consciente, a agradecer.

¿Camarero, yo?

O también puede que esta no sea la mejor manera, y para explicarte lo que es Noruega, debería describir a la Noruega misma. ¿Cómo un país puede ser tan hermoso? El invierno es hermoso, encantador. Como dicen por esos pagos “Det finnes ikke dårlig vær, bare dårlige klær”, que traducido al español sería algo así como “Lo importante no es el clima, lo importante es como te vestís”. La nieve adorna todo lo que encuentra a su paso. Todo luce más lindo, te juro que es impresionante. Y ver a las familias enteras que se van a esquiar o jugar en la nieve me dá paz. No hay peros, no hay excusas, no hay envidias. La nieve esta ahí, es para todos. Todos tienen tiempo, todos pueden acceder a ella. Las montañas rebalsan. Solo de verlas uno se queda anonadado. Y pensás que nada puede ser más hermoso, hasta que llega el verano y el verde que florece casi en un abrir y cerrar de ojos, las hacen mas lindas aún. O no, no sé. Es imposible compararlo, básicamente porque nunca vas a ver a las montañas en los dos estados al mismo tiempo. Pero hay que apurarse para adorarlas. El verano dura poco, es efímero. Pero vale la pena para entender a estos loquitos del norte. Un rayo de sol es la gloria. Es hermoso, para mi mucho más hermoso que antes. Y se llena de esas caravan, camionetas o como carajo se llamen, que recorren los fiordos, las montañas, los lagos. El país es caro, casi imposible, pero la naturaleza esta ahí, es gratis y para todos, y nadie se la quiere perder. En refugios o en esas carpas que plagan los terrenos donde no haya piedras. En la casa de algún conocido o intentar con Couchsurfing. Todo vale para disfrutar de una tierra tan hermosa.

Los fiordos noruegos. Nada más hermoso.

Pero si tengo que encontrar la manera más representativa de explicar lo que me dejó a mi Noruega, no podría dejar de mencionarlo: El recibir y el dar. Esa moneda de cambio poco usada en nuestras vidas cotidianas, pero que aquí se hace como ese comodín que tenés en el bolsillo para usar en el momento justo. No, no se podría explicar ni Noruega, ni ninguna experiencia parecida sin hablar de lo que damos y lo que recibimos. Porque es la esencia de básicamente todo. Personalmente, siempre me consideré una persona solidaria, que intenta estar cuando sus amigos o su familia lo necesitan. Pero esto de ayudar al que no conoces, para mí era un planeta ajeno. Tal vez mi error era que pensaba que era absurdo ayudar a alguien absolutamente desconocido sin esperar nada a cambio. Porque tal vez ni siquiera vas a volverlo a ver para recordarte a vos mismo que lo ayudaste. Pero ni es absurdo, ni es que dejamos de recibir algo de vuelta. Pero lo más importante es que eso que viene de vuelta, no necesariamente te lo va a dar la otra parte. Primero tenés que dar. Después el universo se va a ocupar de recompensarte. No hay vuelta que darle, te juro que es así. Y si no creés que el universo va a tener algo preparado para vos, al menos quedate con ese gustito alegre de saber de que hiciste algo por alguien, de que a alguien le sacaste una sonrisa. Y si de sonrisas hablamos, nunca pensé que podría tener tanto valor dar una sonrisa. En tierras donde la sonrisa gratis no abunda, yo empecé a entender de que nuestras tierras del sur nos proveen de una sonrisa fácil, ágil, atrevida, que no tiene problema en salir de su status quo dentro de la cara y el alma que la portan. Y así fue que empecé a ir a trabajar con una sonrisa, y todo era mas fácil. “¿Por qué siempre sonreís?”, me preguntaron, como si tuviera una enfermedad de nacimiento. “Alan es la persona más feliz que conozco”, escuche decir a un compañero. Pero lo más grande que me llevé fue de parte de mi jefa en uno de mis trabajos, que, ante mi agradecimiento por su ayuda para resolver una cuestión de papeles, fue tajante: “Cada sonrisa que vos dás, hace que yo tenga ganas de devolvértela con lo que sea necesario”. Me quedé sin palabras, y comprendí de que estaba dando mucho más que una sonrisa. ¿Y el mate? ¡Casi me olvido del mate! ¿Por qué carajo a Dios se le ocurrió darnos semejante cosa solo a nosotros y a nuestros hermanos? Moneda de cambio, si las hay. De repente, te dás cuenta de que siempre tenés algo para dar. Ni más ni menos. Porque es cierto, a la mayoría de las personas que nunca lo probaron, no les gusta. Menos aún si vas con esos mates amargos que no aceptan ni en pedo un par de cucharadas de azúcar. Pero por lo menos, te acercaste, ofreciste algo. Y si le gusta, tu compañero ya es un poco más que un compañero, porque tienen algo que, por esa ley abstracta que escribimos los argentinos con nuestro corazón, estás obligado a compartir. Y te lo van a devolver. Con unas galletitas para acompañar o con algo que haya sobrado en la cocina. Con un gracias. O con la sonrisa de la que tanto te hablaba.

Mi incondicional compañero de viaje.


“Nunca es tarde para nada,
la mañana está esperando,
si te perdiste el tren, puedes llegar caminando.
Las oportunidades ahí están,
pero son como las olas,
llegan y se van.
Y aunque seamos de colores diferentes,
todos comemos con la boca
y masticamos con los dientes.
Hay que ser buena gente y agradecido,
y proteger el árbol pa' que no se caiga el nido.
Y ojalá que nada te duela,
pero si te duele, que te sirva de escuela.
Ojalá que te enamores muchas veces,
porque con un beso, lo malo desaparece.
No tienes que llorar,
va a parar de llover
Yo salí a trabajar, pero voy a volver
Y te voy a construir un castillo de bambú,
lo que nunca tuve yo, quiero que lo tengas tú.”
(“Milo” - Residente)



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